Nadie puede escapar de su ciudad
Un coche que respira se abre paso entre la quietud adormecente de una hilera de autos que no avanza. No es manierismo: el coche respira de verdad. Nos deslizamos junto con la cámara a la par del embotellamiento y recorremos los cuerpos disímiles de una fila de mujeres, a la espera de un autobús que no llega. El trazo estilizado de Paolo Sorrentino elige comenzar esta historia así. Desplegándose sobre un papel hecho de un material transparente: la escena nos traslada y nos remite sin pensarlo a la secuencia gloriosa del sueño inicial de la magistral 8 y ½. Esta decisión, excesivamente notoria, nos sirve de preámbulo para enmarcar lo que veremos a continuación: un continuo homenaje a la posibilidad de estar vivos. En un mundo donde Fellini todavía sigue haciendo películas. A través de una atmósfera estival por la que circulan noticias sobre el posible desembarco de Maradona en el Napoli. Estamos en los primeros años de la década del ochenta. 1984. Las posibilidades son mínimas y la transacción parece imposible, pero las esperanzas ahí están. El sonido se apelmaza. El coche que respira se detiene. Y los ojos-mundo de Sorrentino sienten la necesidad física de abismarse en un par de pezones erguidos. La mujer en cuestión es Patrizia y no será el personaje principal del relato pero sí su musa inspiradora. La Afrodita de Fabietto. La representación divina de lo que acaso tal vez pudiera llegar a ser el amor. En una edad en la que todavía parece imposible poder acercarse a él. Cuando las hormonas y el crecimiento son mucho más torpeza que acción. Patrizia es su tía pero también es su deseo carnal. Un ideal platónico. Y Fabietto, sí; él es nuestro protagonista. El álter ego del director.
La nueva y última película de Paolo Sorrentino se propone ahondar en los recuerdos de su adolescencia para volver al origen del sentido, ahí donde nacen los relatos míticos, diseccionando su memoria en dos. La premisa estructural es simple. La historia se compone en dos mitades, lo suficientemente evidenciadas. Lo que tenemos frente a nosotros es ni más ni menos que una hora de comedia y una hora de tragedia. Una “idea simple” que al mismo tiempo es lo suficientemente compleja: por la difícil tarea de separar, de dividir e hilvanar a estos dos grandes géneros dentro de una misma historia; y por sobre todo, el salir ilesos. Del colorido homenaje vital, a la sensación absurda de estar vivos. Así, de un plumazo. Y entre estas dos grandes unidades -y en este absurdo tragicómico-, lo que se despliega es un relato que antes que pretenciosamente maravilloso, onírico, magnánimo o felliniano, es simple y es humano. Porque el núcleo de esta película no serán los espaciosos suntuosos, las coreografías circenses, ni el erotismo que hace culto de las tetas grandes, sino la historia no tan mítica de una familia común y corriente más. Y allí reside la mayor de sus bellezas. Su gran belleza. En la historia sensible que hay detrás. En la cuota de realidad que lo envuelve todo. Una realidad que también es ficticia, claro, pero que corre con la ventaja de estar tocada por una varita mágica, y que adquiere así, su carácter cinematográfico. Su condición maravillosa. Cuando todas las sombras que hay afuera, se apagan.
A la hora señalada, exactamente en la mitad de la película, en su centro físico, se produce el gran quiebre. El cambio de registro. “Me los tienen que dejar ver”, repite una y otra vez Fabietto. En medio de un hospital trágico en donde nadie dice, porque nadie es capaz de decir nada. Girando con él, en un paneo circular, en esos 360 grados. Pisando en su andar errático. Repitiendo la misma frase; para entender lo inentendible. Y rompiendo. Corroborando con el cuerpo en el espacio, eso que ya se destruyó. ¿Qué se hace en un momento así? Nada. No se puede hacer nada. Pero ahí donde hay algo que falta, se puede construir un mito. Un mito es una narración fabulosa y popular que le da una explicación trascendente a una realidad que no se puede explicar. Cuando algo se desborda, perdemos las referencias y los contornos, pero también somos testigos de una nueva posibilidad. De abrirnos a un umbral misterioso que de otra manera -más cercanos a la zona de confort- tal vez ni por asomo nos hubiéramos animado a enfrentar. Creo que hay algo de todo esto funcionando aquí como un motor. Para completar la historia de este adolescente lascivo que se queda huérfano y que contempla el mundo -su mundo- sin poder terminar de entender. Y que ese motor es el mismo que expande los límites de una ciudad golpeada, de una familia de clase obrera, o de un mundo que no puede negar ni ocultar su condición, su angustia fundante. El motor de querer inventar una épica allí donde es imposible la existencia del héroe. Y así como los mitos griegos fueron convertidos por Homero en literatura y en relatos fundantes, los mitos actuales (como lo puede ser el de un astro del fútbol o el de una leyenda del cine) siguen siendo actualizaciones necesarias. Historias que necesitamos volver a contarnos, para poder vivir.