El lenguaje propio
El formalismo tiene límites insospechados, y Elena es un ejemplo de ello. Es que el film de Andrey Zvyagintsev, el realizador ruso de la conocida El regreso (2003), es un claro exponente no solo de una llamativa capacidad narrativa, sino también de un marcado interés por la forma misma, por la utilización de los recursos puramente cinematográficos como principal sustento de un relato. Elena es un film amargo, desalmado y cerebral, frío como los escenarios rusos en los que se plantea la acción y, a su vez, es tal su factura, su límpida ejecución, la versatilidad de recursos que pone en escena, que se construye como un muy buen ejemplo de ejercicio cinematográfico, de presteza de lo métodico- algo así como una eficacia de la forma. Las escenas se suceden quirúrgicamente y los personajes realizan acciones que, a pesar de encontrarse evidentemente encorsetadas dentro de una rigurosa puesta en escena, fluyen y se suceden como por desprendimiento- un excelente ejercicio de causalidad narrativa.
Nadezhda Markina en su gran interpretación de Elena, la protagonista del film. |
Todo comienza, como si se tratara de una obra de Chéjov, con una premonición casi alegórica, un mal augurio: el graznido de un cuervo. El tratamiento que utiliza Zvyagintsev para delinear esta escena inicial es sumamente preciso: un cambio de foco casi imperceptible desde el más acá- el comienzo de un árbol- hasta el más allá, un cuervo posando sobre una rama junto a una ventana. Este plano marca lo que será a lo largo de todo el film una puntillosa puesta en escena, y a su vez connota la tragedia intimista (la tragedia que comienza con la modernidad, si se quiere- lo épico limitado al espacio de una cama o de una habitación) que estamos a punto de presenciar. De hecho, lo siguiente que vemos es una serie de planos de las distintas habitaciones de una casa. Planos con leves movimientos, travellings que, a pesar de otorgar un ritmo a lo estático del escenario, parecieran remarcar una ausencia- como si el movimiento propio de la cámara acrecentara la condición de inmovilidad de estos objetos. Estos primeros planos serán los únicos en los que se retrate espacios vacíos; luego Zvyagintsev se dedicará a retratar a los cuerpos que los ocupan y a sus interacciones con estos espacios.
El interior de la casa de Sergey, absolutamente opuesto al hogar de Vladimir. |
Existe en Elena una constante dualidad. Hay una muy clara a nivel formal: la del sonido (ya sea ruido o música) y el no sonido (el silencio). En la casa, puertas adentro, no existe el afuera, son habitáculos herméticos- espacios cerrados con llaves y trabas (el plano de Elena cerrando esta puerta se encuentra varias veces en el film). Así, dentro del hogar no hay nada más que silencio y diálogos, un sonido ambiente que sólo es movilizado por un reconocible ruido doméstico: el de la televisión encendida. Tanto en casa de Vladimir como en lo de Sergey será recurrente aquel sonido- murmullo o estruendo- en diversas ocasiones. El afuera es visto desde una pantalla y escuchado por parlantes. Cuando Elena se moviliza, lo hace en tren o en taxi. La música incidental entonces comienza a sonar: la subyugante banda sonora de Philip Glass se hace presente cada vez que Elena viaja. Como si dependiera del ruido del exterior, como si quisiera anularlo. A su vez, cuando Vladimir se traslada, lo hace en auto, y el recurso es similar: la música de la radio (esta vez, entonces, diegética) sonoriza sus viajes y demarcan la otra dualidad muy presente en Elena: la social. La distancia entre los ricos y los pobres es, en ciertos pasajes, casi una denuncia del film. Basta sólo con ver el claro contraste que traza Zvyagintsev, de manera casi exagerada, entre el hogar de Vladimir y el hogar de Sergey. Son espacios radicalmente opuestos. Es un enfrentamiento entre dos condiciones de vida. Estas dos dualidades se podrían resumir en una sola, mucho más abarcativa: el adentro y el afuera. Casi como en un juego de cajas chinas, todo se reduce a una acción de cerraduras: la caja fuerte dentro del departamento de Vladimir, la puerta cerrada de su habitación (su cadáver, aquello que no podemos ver), la cartera de Elena, la sala del hospital en la que se encuentra internado Vladimir (en la que desde afuera se lo puede ver pero no escuchar). Hay un momento (solo uno), en el que, sin embargo, ambos espacios se funden en uno solo: cuando, hacia el final del film, se corta la luz en el edificio de Sergey. Las puertas entonces son abiertas, el anochecer externo invade al mundo interno. La gente sale de sus casas. Ya no hay adentro y afuera, ya no hay delimitación- ahora todo es lo mismo.
El exterior urbano es retratado únicamente en los desplazamientos de los personajes de un interior a otro interior. |
Zvyagintsev pareciera querer decirnos que no existe tal cosa como la justicia: hay personas que accionan y reaccionan y no mucho más que eso. Así, Elena intenta, a su manera, hacer un bien, pero la única forma de hacerlo es realizando el peor de los males. Y detrás de esta idea, detrás de este concepto de que todo es azaroso y de que no hay nada sino interacciones entre seres para los que no existe el otro (cabizbajos, ellos miran sus propias desgracias), detrás de esta ausencia ya no de un Dios sino de la mismísima ética, la inexistencia de cualquier tipo de moral, se esconde una sola imagen: la de una absoluta e irreversible desolación. Nuestra absoluta e irreversible desolación.
Y, sobre el final, nace otro niño.
CALIFICACIÓN |
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