26 de agosto de 2022

 EL PODER DEL MITO

Nadie puede escapar de su ciudad

 
Mito:
1. Narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada
por personajes de carácter divino o heroico.
2. Persona o cosa a la que se le atribuyen cualidades o excelencias que no tiene.


Un coche que respira se abre paso entre la quietud adormecente de una hilera de autos que no avanza. No es manierismo: el coche respira de verdad. Nos deslizamos junto con la cámara a la par del embotellamiento y recorremos los cuerpos disímiles de una fila de mujeres, a la espera de un autobús que no llega. El trazo estilizado de Paolo Sorrentino elige comenzar esta historia así. Desplegándose sobre un papel hecho de un material transparente: la escena nos traslada y nos remite sin pensarlo a la secuencia gloriosa del sueño inicial de la magistral 8 y ½. Esta decisión, excesivamente notoria, nos sirve de preámbulo para enmarcar lo que veremos a continuación: un continuo homenaje a la posibilidad de estar vivos. En un mundo donde Fellini todavía sigue haciendo películas. A través de una atmósfera estival por la que circulan noticias sobre el posible desembarco de Maradona en el Napoli. Estamos en los primeros años de la década del ochenta. 1984. Las posibilidades son mínimas y la transacción parece imposible, pero las esperanzas ahí están. El sonido se apelmaza. El coche que respira se detiene. Y los ojos-mundo de Sorrentino sienten la necesidad física de abismarse en un par de pezones erguidos. La mujer en cuestión es Patrizia y no será el personaje principal del relato pero sí su musa inspiradora. La Afrodita de Fabietto. La representación divina de lo que acaso tal vez pudiera llegar a ser el amor. En una edad en la que todavía parece imposible poder acercarse a él. Cuando las hormonas y el crecimiento son mucho más torpeza que acción. Patrizia es su tía pero también es su deseo carnal. Un ideal platónico. Y Fabietto, sí; él es nuestro protagonista. El álter ego del director. 

La nueva y última película de Paolo Sorrentino se propone ahondar en los recuerdos de su adolescencia para volver al origen del sentido, ahí donde nacen los relatos míticos, diseccionando su memoria en dos. La premisa estructural es simple. La historia se compone en dos mitades, lo suficientemente evidenciadas. Lo que tenemos frente a nosotros es ni más ni menos que una hora de comedia y una hora de tragedia. Una “idea simple” que al mismo tiempo es lo suficientemente compleja: por la difícil tarea de separar, de dividir e hilvanar a estos dos grandes géneros dentro de una misma historia; y por sobre todo, el salir ilesos. Del colorido homenaje vital, a la sensación absurda de estar vivos. Así, de un plumazo. Y entre estas dos grandes unidades -y en este absurdo tragicómico-, lo que se despliega es un relato que antes que pretenciosamente maravilloso, onírico, magnánimo o felliniano, es simple y es humano. Porque el núcleo de esta película no serán los espaciosos suntuosos, las coreografías circenses, ni el erotismo que hace culto de las tetas grandes, sino la historia no tan mítica de una familia común y corriente más. Y allí reside la mayor de sus bellezas. Su gran belleza. En la historia sensible que hay detrás. En la cuota de realidad que lo envuelve todo. Una realidad que también es ficticia, claro, pero que corre con la ventaja de estar tocada por una varita mágica, y que adquiere así, su carácter cinematográfico. Su condición maravillosa. Cuando todas las sombras que hay afuera, se apagan.

A la hora señalada, exactamente en la mitad de la película, en su centro físico, se produce el gran quiebre. El cambio de registro. “Me los tienen que dejar ver”, repite una y otra vez Fabietto. En medio de un hospital trágico en donde nadie dice, porque nadie es capaz de decir nada. Girando con él, en un paneo circular, en esos 360 grados. Pisando en su andar errático. Repitiendo la misma frase; para entender lo inentendible. Y rompiendo. Corroborando con el cuerpo en el espacio, eso que ya se destruyó. ¿Qué se hace en un momento así? Nada. No se puede hacer nada. Pero ahí donde hay algo que falta, se puede construir un mito. Un mito es una narración fabulosa y popular que le da una explicación trascendente a una realidad que no se puede explicar. Cuando algo se desborda, perdemos las referencias y los contornos, pero también somos testigos de una nueva posibilidad. De abrirnos a un umbral misterioso que de otra manera -más cercanos a la zona de confort- tal vez ni por asomo nos hubiéramos animado a enfrentar. Creo que hay algo de todo esto funcionando aquí como un motor. Para completar la historia de este adolescente lascivo que se queda huérfano y que contempla el mundo -su mundo- sin poder terminar de entender. Y que ese motor es el mismo que expande los límites de una ciudad golpeada, de una familia de clase obrera, o de un mundo que no puede negar ni ocultar su condición, su angustia fundante. El motor de querer inventar una épica allí donde es imposible la existencia del héroe. Y así como los mitos griegos fueron convertidos por Homero en literatura y en relatos fundantes, los mitos actuales (como lo puede ser el de un astro del fútbol o el de una leyenda del cine) siguen siendo actualizaciones necesarias. Historias que necesitamos volver a contarnos, para poder vivir.


"Fue la mano de Dios", dicen. Como cualquier napolitano, Sorrentino ama a Maradona. Y se hace cargo. Maradona le devolvió a una de las ciudades centrales del sur de Italia “una alegría que teníamos olvidada”, dice el cineasta. Por el terremoto que había azotado hace poco tiempo a la ciudad, por las desigualdades imperantes y por el auge del crímen organizado. Por eso y por cargar con el lastre de ser del sur. Lejos del norte próspero y de la alta cultura. Maradona y la alegría son “parte de nuestro ADN”. Algo que para quienes crecimos al calor de las oleadas de inmigrantes llegados a la Argentina durante los siglos XIX y XX no nos es difícil de entender. Es cuestión de sangre. Y en honor a aquello que se podía llegar a sentir al verlo a Maradona correr en la cancha, o con todos los nutrientes que su fútbol le aportaba al fervor popular, Sorrentino vuelve a tomar la delantera. Lo define como su primer acercamiento al espectáculo. Dice que el cine le llega por Maradona. Y este Dios pagano de Villa Fiorito es el que le salva la vida. Dos veces. En la adolescencia: cuando por un azar del destino termina siendo el motivo por el cual no viaja con sus padres -lo que lo salva del accidente fatal-. Y en lo que devino después, dando sentido y resignificando el dolor. A través del cine, transformando la pesadez en poesía. Mientras el Diego patea tiros libres en un Stadio San Paolo vacío, en medio de un entrenamiento al que acuden Fabietto junto a su hermano. Ningún disparo afuera. “Eso que acaba de hacer Maradona, se llama Perseverancia”, le dice. Con un dejo de angustia y de decepción. Como el mejor consejo posible que le puede dar en ese momento, siendo su hermano mayor. Y Fabietto pareciera convencerse. De que sí. De que fue la mano de Dios.

Y como todo buen cineasta, Sorrentino ama profundamente a Fellini. Sabiendo que nunca va a poder imitarlo. Lo sabe, lo dice y es consciente. No se puede llevar una antorcha que ya se apagó. Aunque lo comparen. Aunque todo el tiempo se lo citen -acá no estamos haciendo menos-. Pero lo importante, y por eso nos interesa traerlo, es que en esta película, el falso sucesor de Federico, juega casi todo el tiempo con ello. Desde la secuencia inicial, que ya la citamos, hasta la escena del casting. Una escena hermosa, que se constituye como una genial reconstrucción de todo el universo felliniano. Sin mostrarlo. Porque no lo vemos. Lo que hacemos es escuchar la voz del director, y solamente su voz, a través de una puerta que se cierra. No necesitamos verlo. No es necesario. Fellini es todo ese mundo que desfila allí. Son esos nombres infinitos. Su ciudad de las mujeres. (El cine siempre fue patriarcal). Él es eso y también es toda la `extravagancia´ que le regala su tiempo en la sala de espera. Queriendo dejar de ser `normales ́, para poder audicionar. En sus películas, dice Sorrentino, “Fellini habla de la dificultad de estar en el mundo, de la sensación agobiante de sentir que debajo de los pies no tenemos nada, que el mundo nos falta”. Y ese inconformismo es de donde nace la creación. Esto no lo dice él. Esto se lo agrego yo. Pero Sorrentino, al menos aquí, lo hace.

Fue la mano de Dios es hábil en contarlo todo, o casi. Por medio de la síntesis y la condensación. En ella resplandecen una abundancia de destellos de lo que la historia del cine italiano nos legó. Historias entrañables, desde pequeños rincones de las grandes ciudades. Un abanico de protagonistas nostálgicos que arrastran la pesada herencia de lo que fue para toda Italia la Segunda Guerra. Siempre rodeados de esta categoría colectiva que son los personajes-familia. Exprimiendo el cine clásico para llegar a inventar nuevas formas. Desde la crudeza del neo-realismo hasta el esperpento de la commedia all´italiana, pasando por los grandes autores (a los cuales, de tan grandes, pareciera ni siquiera hacer falta nombrar). Y rozando con la punta de los dedos -¿por qué no?- aquellos otros cines marginales de los que internacionalmente, bastante poco hemos oído hablar. Me refiero en este caso al cine napolitano. Del cual Antonio Capuano, sea tal vez, uno de sus tantos referentes. Ese director al que Fabietto acude tras su interrupción intempestiva en medio de una obra de teatro. Así la escena en las grutas, de cara al mar. Preguntándose a los gritos por la necesidad de contar. ¿Tenés o no, una historia por contar? La vuelvo a mirar y se me pone de nuevo la piel de gallina.

“Solo los estúpidos se van a Roma”. Es verdad. Pero irse a estudiar allá pareciera ser lo mismo que hacen todos. Escaparse de las ciudades menos cosmopolitas, para buscar su suerte en la gran ciudad. Lo contrario a lo que hace Maradona en su gesta heroica. Irse del Barcelona a Nápoles en un momento decisivo para su carrera. Y esta misma estupidez, es lo que hace y no hace (las dos cosas al mismo tiempo) el personaje de Fabiè en el final. El alter ego de Sorrentino viaja en tren a Roma. Pero lo hace escuchando una canción que habla de Nápoles. La lleva en sus oídos. Porque se la guarda en sus ojos. “La realidad, ya no me gusta más. Quiero una vida imaginaria, como aquella que tenía antes”, le dice a Capuano, en medio de su revelación. Esa Nápoles es la que va a volver a contar 30 años después de haber vivido aquellos años truncos. La Nápoles que resplandece por detrás de la marquesina de la industria audiovisual actual. Que se da el lujo de filmar escenas de movimientos cuantiosos e impensables de dinero, pero que no puede contra la esencia. Y si esta película es lo que es, es porque tiene el don de ponerse por encima de la parafernalia que al mismo tiempo ella sabe que es. Porque es autoconsciente. Porque sabe que descansa sobre la alfombra roja que el director hace varios años se construyó. Siendo reconocido en Cannes, pasando a filmar en inglés, trabajando con `las grandes estrellas´ de los Estados Unidos, o ganando aquel multi cantado Óscar por haber hecho `la mejor´ de las películas extranjeras. Pero nada de todo eso opaca el talismán, que esta película, de forma cuasi milagrosa, logra preservar. A través de un simple acto. En el ansia de volver.

Fue la mano de Dios es el ejemplo de un cineasta cuya carrera pasó por diversos lugares, tocando el cielo del reconocimiento, y cumpliendo los objetivos que parecieran definir la palabra “éxito”. Alguien que aquí, utiliza el mismo aparato que lo catapultó para elegir un sendero paralelo. Un camino que lo lleve de vuelta a casa. A los rincones de su infancia. Para ver qué quedó de todo aquello. Para llorar un poco. Para reírse y recordar. Siempre recordar. A veces, cuando tenemos la fortuna de emprender un viaje, lo más obvio pareciera ser ir hacia aquello que no conocemos. A descubrir mundos nuevos. Pero también se viaja para poner las cosas en su lugar. La ficción es un viaje que nos devuelve el significado, la parte ausente. Una forma poética de hacer justicia. Una invención que nos hace sentir que podemos al menos acercarnos a mirar de cerca aquello que nos fue arrebatado. Aquello que nunca más vamos a poder volver a tocar. La infancia. La vida que nace y el cuerpo que crece. La muerte, el amor. O un poco de todo eso, resplandeciendo en la pantalla, brillando al mismo tiempo, todo junto: volviendo a dibujar la sonrisa de esos que alguna vez fueron, Mamá y Papá.

A veces nos basta con dos horas. Para después, poder seguir.

POR GUIDO ANSELMI
 
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